Cuando llegaron a mis manos los primeros libros de Gurdjieff y Ouspensky, lo que más me sorprendió era la insistencia que allí se hacía sobre que el hombre, normalmente, no se recuerda a sí mismo. Por supuesto, como a la mayoría de las personas, me resultaba muy increíble esta afirmación. Sin embargo, como en el párrafo que se acaba de citar, se afirma, de manera lógica, que el modo de darse cuenta de ello es intentar observarse a sí mismo, me pareció razonable intentarlo, aún sin saber muy bien qué era lo que se esperaba que hiciera.
Pero, de alguna manera, tuve éxito inmediato pues pude ver cómo todo lo que allí se decía sobre el torrente de distintos pensamientos, sensaciones y emociones, se cumplía dentro de mí a la perfección.
Alentado por el casi inesperado éxito, procuré entender qué relación podía tener esto con la referencia a la imaginación que se hacía en la última parte de ese párrafo, y allí encontré dificultades. Había algo allí que se me escapaba, Algo que luego supe que tenía que ver con mi propia idea de lo que era la imaginación.
Para ser sincero, mientras luchaba –cuando me acordaba de hacerlo– con la inundación de pensamientos, sensaciones y emociones que seguía estando allí cada vez que intentaba repetir la observación, seguí encontrando literatura que vino, providencialmente, en mi ayuda.
Un día llegué a leer este párrafo, que de nuevo creó en mí un entendimiento un poco distinto:
La nueva comprensión fue algo parecido a esto: lo que creía que era “mí mismo,” era otra cosa.
Quizás parezca una paradoja, pero había un elemento en cada uno de mis intentos de observación de mí mismo que siempre se me había escapado. Cada vez que miraba, solo veía pensamientos, sensaciones, emociones… es decir, veía lo que estaba allí siendo observado.
En una palabra, nunca había considerado hasta entonces, que toda observación tiene dos elementos: lo que es observado y lo que lo observa, y, sin dudas, esta era una lección que compensaba el haberlo intentado tantas veces sin comprenderlo debidamente.